martes, junio 14, 2005

SAER... LA ESCRITURA EN LOS BORDES

"La nada no ocupa mi pensamiento sino mi vida, me decía, hace unos días, en una carta Pichón Garay. Durante las horas del día no le dedico el más mínimo pensamiento; y mis noches se llenan de sueños carnales. Ha de ser porque la nada es una certidumbre, y hay una raza de hombres a la que debo, presumiblemente, pertenecer, que no baila más que con la música de lo incierto.
Asi me escribe a veces, desde el extranjero, Pichón Garay. O también: el extranjero no deja rastro, sino recuerdos. Los recuerdos nos son a menudo exteriores: una película en colores de la que somos la pantalla. Cuando la proyección se detiene, recomienza la oscuridad. Los rastros, en cambio, que vienen desde mas lejos, son el signo que nos acompaña, que nos deforma y que moldea nuestra cara, como el puñetazo la nariz del boxeador. Se viaja siempre al extranjero. Los niños no viajan sino que ensanchan su país natal.
Otra de sus cartas traía la siguiente reflexión: el ajo y el verano, son dos rastros que no vienen siempre desde muy lejos. El extranjero pone en evidencia su irrealidad. Estoy tratando de decirte que el extranjero --es decir, la vida para mi hace siete años-- es un rodeo estúpido, y tal vez en espiral, que me hace pasar, una y otra vez, por la latitud del punto capital, pero un poco mas lejos cada vez. Releyéndome, compruebo que, como de costumbre, lo esencial no se ha dejado decir. O incluso: dichosos los que se quedan, Tomatis, dichosos los que se quedan. De tanto viajar las huellas se entrecruzan, los rastros se sumergen o se aniquilan y si se vuelve alguna vez, no va que viene con uno, insaciable, el extranjero, y se instala en la casa natal".

fragmento de "La Mayor" de Juan Jose Saer


Murió el domingo 12 de junio de 2005 a los 67 años en su casa de París sin poder concluir su última novela.
Juan José Saer, considerado uno de los más grandes narradores argentinos, vivía en Francia desde 1968. Había llegado con una beca de la Alianza Francesa desde la Universidad del Litoral, donde estudió Literatura y daba clases de Estética en el Instituto del Cine. Después tendría una Cátedra en Rennes, y las más prestigiosas casas editoriales se mostrarían interesadas por su obra que fue traducida a varios idiomas. Pero sus 37 años en Francia no lo harían olvidar ni sus raíces ni su maestría en el uso de la lengua española. Asimismo, el pueblo santafesino donde creció dejaría marcada su permanente obsesión por el tiempo y por la constante presencia del río y sus márgenes. Hijo de inmigrantes sirios nacidos en Damasco y llegados a la Argentina después de la caída del Imperio Otomano, Saer supo mezclar gentileza, ironía, tozudez e inteligencia. Según palabras de la escritora Beatriz Sarlo, Saer tuvo rasgos que pocas veces se dan juntos. (...) Celebró la fuerza y la belleza de lo concreto, de un cuerpo o de un paisaje que, de todos modos, terminarán deshaciéndose porque su metafísica es negativa (...) porque la vida lleva el fantasma de lo que con el paso del tiempo, está destinado a desaparecer (...).
Según el escritor Martín Caparrós, Saer no escribe relatos, textos, libros, escribe una Obra, un continuo de ideas y palabras que se prolonga en el texto. Su obra está hecha de principios; de la convicción de que hacer concesiones no vale la pena.
Entre sus obras figuran: Responso, El limonero real, Nadie nada nunca, El entenado, Glosa, El río sin orillas, La mayor, entre otros muchos títulos.
Alguna vez Saer dijo: “Una literatura novedosa siempre está puesta en los bordes”. Y sin duda, es desde los bordes donde se crean los nuevos centros. La renovación que él protagonizó se basó, precisamente, en desarreglar los gestos tranquilizadores de la tradición realista y demostrar que la literatura impone una realidad, y no a la inversa. En todo caso, para Saer el problema reside en que la realidad, al ser esencialmente inestable, sólo puede ser apresada a través de la escritura.