jueves, mayo 25, 2006


Los olvidados Posted by Picasa


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miércoles, mayo 24, 2006

Mal... pero acostumbrados

Mal... pero acostumbrados

Que estamos mal no caben dudas. Basta con pensar en lo cotidiano. El desempleo, el trabajo en negro, los contratos basura, el trabajo esclavo, los salarios miserables, las crecientes dificultades de acceso a la salud y a la educación, la desnutrición infantil que si no mata dará lugar a una generación de idiotas (en el sentido médico del término); una universidad que aún hoy forma desde un saber tecnocrático que disocia el saber de las necesidades reales del país, la entrega de territorio y recursos naturales, la creciente contaminación ambiental, el incremento de la violencia (cada vez más violenta) y de la marginalidad, la corrupción, la criminalización de las protestas sociales, la represión lisa o encubierta.... Que estamos mal no caben dudas, pero lo más peligroso no es estar mal sino acostumbrarse a estarlo. Sentirlo como algo natural. Resignarnos a ello. Pensar que una fatalidad se ha desatado sobre nosotros.

Nadie duda que aquellos que han perdido su lugar en la sociedad y que sufren el proceso de exclusión social progresiva, padecen. Se sabe que este proceso se asocia a su vez con la aparición de trastornos mentales y/o físicos por medio del ataque progresivo a los cimientos de la identidad. Más aún, se comparte la sensación de temor frente a los riesgos de quedar excluido, o que ello le suceda a seres cercanos, familiares o amigos. A fin de cuentas cada vez es mayor el número de excluidos y mayores las amenazas de exclusión. Lo que no todo el mundo comparte es el punto de vista según el cual las víctimas del desempleo, de la pobreza y de la exclusión social, serían también víctimas de una injusticia. Se produciría entonces una disociación entre malestar e injusticia. Así, hay quienes adoptan la posición de que el padecimiento es ciertamente un malestar, pero no lo asocian con una situación de injusticia. Desde esta postura surgen las reacciones de compasión, piedad o caridad, pero ello no desencadena necesariamente la ira o la indignación ni llama a la acción colectiva. Así, la resignación frente a estos fenómenos son considerados como una fatalidad comparable a una epidemia o la peste. De acuerdo con esta concepción, no habría injusticia, tan sólo un fenómeno sistémico, sobre el cual no tendríamos incumbencia, ni sobre el cual se podría incidir.

Creer que el desempleo y la exclusión son el resultado de una injusticia o concluir, por el contrario que éstos resultan de una crisis de la cual nadie es responsable, implican un cuestionamiento acerca de la responsabilidad, nociones que incumben más a la ética que a la psicología. Y es en el hacer donde se pone en juego lo que plantea la ética: hacernos responsables de nuestros actos. Por ello no hay ética más que con los otros. Así, arreglar el mundo en la cocina de casa y no tener que dar cuenta de las acciones se transforma a veces en una manera de pasar el tiempo. Cuando no hay consecuencias, equivocarse no es más que una diversión interesante. La ética de Spinoza plantea que el obrar éticamente consiste en desarrollar el poder del sujeto y no en seguir un deber dictado desde el afuera. El ser de Spinoza es poder entendido como potencia, no deber. Para Spinoza la libertad del sujeto radica en conocer las razones de sus acción para hacerse responsable de sus actos. En este sentido, el sujeto es libre cuando se apropia de su capacidad de obrar, y esto es lo que de algún modo intenta neutralizar el sistema.
Así, atribuir el malestar que provoca la exclusión a la “fatalidad del destino”, no sería ni una inferencia psico-cognitiva individual, ni el resultado de una invención personal, ni de una inferencia intelectual ni de una investigación científica. Esta atribución se le impone al sujeto desde el afuera

Sin embargo, cabría preguntarse ¿Por qué este discurso tiene tantas adhesiones? ¿Por qué tanta gente repite sin pensar lo que escucha en los medios masivos de comunicación? Porque se trata de un proceso de la “banalización del mal”, en uno de los sentidos en que Hannah Arendt aplica esta frase. La exclusión y el malestar infligidos en nuestras sociedades, sin o con escasa movilización política contra la injusticia, serían el resultado de la disociación eficazmente realizada entre malestar e injusticia, bajo los efectos de la banalización del mal. En otros términos, justificar la exclusión como “fatalidad del destino”, funciona también como una defensa contra la conciencia dolorosa de la propia responsabilidad y complicidad en el desarrollo y agravamiento del malestar social.

En la Austria ocupada por los nazis, un médico describió un modo patológico de funcionamiento psíquico que se conoció como síndrome de Asperger, caracterizado por ser una suerte de autismo que no implica deterioro intelectual, sino vacío de significación.
La banalidad del mal es la indiferencia, la posibilidad de ejercicio de una acción de destrucción sin la menor compasión porque la víctima ha dejado de ser nuestro semejante. Es la naturalización del horror.

Lo más brutal de los procesos de deshumanización consiste, precisamente, en el intento de hacer que quienes los padezcan no sólo pierdan las condiciones presentes de existencia y su postergación para el futuro, sino también toda referencia mutua, toda sensación de pertenencia a un grupo de pares que le garantice no sucumbir a la soledad y a la indefensión.
Entre la conservación de lo insatisfactorio y el temor a perderlo porque nada augura su relevo por algo más fecundo o placentero, no hay postergación sino vacío, ya que tampoco hay garantías de que los tiempos que vienen se constituyan realmente en futuro. De la rabia a la desilusión, la alternancia no deja sino pequeños resquicios por los cuales resurge la esperanza. Y ésta es breve. Se reduce a pequeños movimientos individuales o colectivos, efímeros o que encuentran su continuidad en otra parte. Y aún aquellos que aparecen, cuando no son eclipsados por la represión, lo son por el sistema político que rápidamente se cierra sobre el hiato.
Porque no debemos olvidar que lo que lleva a los hombres a soportar el malestar que cada época impone, es la garantía (y esperanza) futura de que algún día cesará el malestar y dará paso a la felicidad. Es esa ilusión cuyo borde se mueve constantemente lo que posibilita que el camino a recorrer encuentre un modo de
justificar su recorrido.

Pero el elemento más complejo y el que más graves consecuencias acarrea a la subjetividad radica en que la sociedad civil inflige una nueva lesión a aquellos a quienes el funcionamiento económico del sistema ha dañado gravemente, despojándolos de sus posibilidades de trabajo y marginándolos de sus lugares habituales de supervivencia moral y material. En razón de lo cual alguien que ha sido excluido no sólo padece la angustia de sobrevivir sino la condena moral de la sociedad. Es indudable que una clasificación de ese orden es efecto de formas de representación colectivas que imponen coagulaciones de sentido a los sujetos que las recogen pasivamente. De esta manera, el sistema deriva hacia la víctima la responsabilidad de su marginación y su desamparo. De este modo, los sujetos, melancolizados, se ven reflejados en una mirada social que no por compasiva es menos lesionante.

Es posible que no haya soluciones a corto plazo en el contexto histórico actual. No se trata de que la acción sea imposible, sino que haría falta reunir las condiciones de movilización necesaria con un tiempo previo de difusión y de debate de los análisis.
La banalización del mal pasa por muchos encadenamientos que implican responsabilidades humanas. Por lo tanto, este proceso puede ser interrumpido, controlado, compensado, intervenido, por decisiones humanas que implicarían también, responsabilidades. Es decir, que la aceleración o freno del mismo depende de nuestra voluntad y de nuestra libertad, pero a partir del conocimiento acerca de su funcionamiento.

Sin embargo, las reacciones frente al malestar y la injusticia se caracterizan ya sea por una atenuación en las reacciones de indignación y de movilización colectiva, o bien de reserva y de duda, hasta la perplejidad y la franca indiferencia. La interpretación más común consiste en asociar esta pasividad a la ausencia de perspectivas. Pero ¿es ésta la causa o la consecuencia de cierta inercia social y política? Actualmente, los movimientos sociales no se movilizan tanto por la voluntad de marchar hacia un bienestar prometido por una ideología. La movilización encuentra su principal fuente de energía no en la esperanza de un bienestar, sino en la ira contra el padecimiento y la injusticia, juzgados como intolerables. En otros términos, sería más una reacción que una acción, reacción contra lo intolerable más que acción volcada hacia el bienestar. Por su parte, desde la perspectiva de la banalización del mal se logra una naturalización de las situaciones de exclusión y una creciente tolerancia frente a las situaciones de injusticia. Así, se conseguiría neutralizar las movilización colectiva, lo cual facilita no sólo el desarrollo progresivo, la continuidad y el agravamiento de las situaciones de exclusión que impone el sistema neoliberal, sino también el desgaste psicológico y social.

Que los ideales socialistas hayan mutado y que la razón económica se ponga por delante de la razón política no sería la causa sino la consecuencia de la desmovilización. Durante largos años se han venido implementando políticas que atentan contra el derecho al trabajo y los beneficios sociales. Estos nuevos métodos “de flexibilización laboral” son acompañados no sólo por despidos, sino también por una brutalidad en las relaciones de trabajo que genera mucho padecimiento. Por cierto, hay denuncias y reclamos, pero ello tiene escasas consecuencias políticas. Se podría pensar que la denuncia no funciona aquí en el sentido habitual y que más bien conduce a familiarizar a la sociedad civil con el malestar, a domesticar las reacciones de indignación y a favorecer la resignación, o incluso a preparar psicológicamente a las sociedades para padecer el malestar más que a acelerar la acción política.

“Un enfrentamiento entre policías y vecinos que abordaron un tren para sacar carbón terminó trágicamente: un chico de 14 años murió de un disparo en el pecho y otro de 13 sufrió una herida de bala en un glúteo. Los hechos se produjeron a unos 25 kilómetros de la capital mendocina. Todo comenzó cuando un tren de la compañía América Latina Logística pasaba muy lentamente frente al barrio Cuadro Estación, de Perdriel, una zona vitivinícola por excelencia. El convoy venía de la destilería Luján de Cuyo de Repsol-YPF con un cargamento de carbón de coque y se dirigía a estación Palmira, un nudo de distribución de trenes de carga, situado en la zona Este, a 35 kilómetros de esta ciudad. Vecinos del barrio Cuadro Estación, entre ellos muchos niños, se abalanzaron sobre los vagones y comenzaron a descargar carbón que utilizan habitualmente para cocinar y calentarse. Un policía que iba de custodia arriba del tren, pidió ayuda y en pocos minutos arribó un grupo de uniformados armados. Los ánimos se exaltaron a tal punto que los vecinos comenzaron a lanzar piedras contra los policías y éstos respondieron con sus armas”.

Este y otros hechos aberrantes suceden a diario. Ya nada nos espanta. A lo sumo, diremos: ¡qué terrible!... pero sigamos con lo nuestro. En definitiva, vivimos en una era en que el dinero vale más que la vida de cualquier ser humano. El horror de las vidas que se pierden a diario se naturaliza y se legitima el uso de la violencia a manos del estado. Así, tener controlados a los revoltosos es una manera de mantener intimidados a todos los hombres A ello se suma el hecho de haberse instaurado una especie de agnosticismo en torno a cuestiones de justicia y redistribución de la riqueza. No más grandes ideas. El mundo debe mejorar, si es que mejora, a pequeñísimos pasos. Agachamos la cabeza y adoptamos ante todo una visión existencial. Tener que barrer las calles para ganarse la vida parece siempre mala suerte. No es una era visionaria. Es necesario limpiar las calles... que se alisten los infortunados .

La reorganización de la esfera estatal y económica que comienza a mediados de los setenta y se desarrolla, particularmente en la Argentina, durante la dictadura militar para afianzarse en los noventa, realizó un inmenso trabajo político tendiente a ejecutar un programa de destrucción metódica de los colectivos sociales capaces de cuestionar la lógica del mercado. El individuo solo, aislado y sin poder, debe encontrar la forma de sobrevivir. Este vaciamiento de la subjetividad ha generado una sociedad fragmentada desde el punto de vista de sus modos de vida y su sociabilidad.

Es en el discurso mediático donde encontramos la denominación de una subjetividad construida en la ruptura del lazo social: la “gente” y los pobres. Todos son “gente” mientras puedan mantener cierto poder adquisitivo. La “gente” son los que consumen. Por supuesto, hay “gente” más importante que otra. La visibilidad de la “gente”, transmitida como modelo identificatorio para el conjunto de la sociedad, tiene que sostenerse en la invisibilidad de los pobres. Ellos no deben molestar, por el contrario, tienen que padecer en silencio la precariedad de sus condiciones de vida. Es así como la preocupación por la pobreza tiene características autoritarias asociadas a mantener la seguridad y la libre circulación.

Es inevitable que una sociedad inestable, atravesada por acontecimientos históricos que aún no han sido metabolizados y cuyo movimiento no garantiza que se encuentre en tránsito hacia lugar previsible alguno, no pueda determinar de manera homogénea el marco representacional en el cual se inserten las nuevas generaciones. Este es tal vez nuestro mayor drama. Pero es también en los intersticios de esta cerrada trama de desesperanza y deidentificación de donde puede advenir un proyecto.

Para ello será necesario recuperar algunos conceptos. El de solidaridad y justicia, equidad; el derecho a que una generación viva no sólo tan bien como sus padres sino aún mejor, el ideal de progreso, el derecho a tener acceso a la salud y la educación. Debemos recuperar la obligación moral de no dejar abandonadas a las generaciones anteriores ni desproteger a las que nos suceden, de considerar a cada vida humana como valiosa y a su muerte como una tragedia, en virtud de la cual deberemos también recuperar ciertos principios de convivencia. Recuperar el horror que nos producen las muertes arbitrarias y los cuerpos insepultos, de que las fuerza públicas están para protegernos y no para matar y balear a nuestros hijos o para dirigir bandas delictivas. Recuperar la idea de que la justicia es un bien público y que su corrupción se va infiltrando a través del cuerpo social en su conjunto y que si hoy los niños cometen delitos es porque el modelo ha sido ese y que las instituciones no pueden estar llenas de gente procesada por malversación o enriquecimiento ilícito. Recuperar la vergüenza frente a la inmoralidad (conciente o no) de los políticos, ante su ineficacia y ante su complicidad. Pero por sobre todo debemos recuperar la idea de que es necesario un drenaje profundo de los corruptos, incapaces y mediocres que aún se mantienen en lugares de poder. De lo contrario, seguiremos mal... pero acostumbrados.

Por Susana Perazzo

Bibliografía
Carpintero, Enrique, La identidad de la alegría de lo necesario, Revista Topía, 2006
Dejours, Christophe, La banalización de la injusticia social, Revista Topía, 2006
Bleichmar, Silvia, Dolor país, Editorial El Zorzal, Buenos Aires, 2003

martes, mayo 23, 2006


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SARTRE

No nos convertimos en lo que somos sino mediante la negación íntima y radical de lo que han hecho de nosotros.

Prólogo de Jean Paul Sartre en Los condenados de la tierra de Frantz Fanon

jueves, mayo 04, 2006

ACERCA DE LA PERSONALIDAD

OLIVERIO GIRONDO
Yo no tengo una personalidad; yo soy un cocktail, un conglomerado, una manifestación de personalidades.
En mí, la personalidad es una especie de forunculosis anímica en estado crónico de erupción; no pasa media hora sin que me nazca una nueva personalidad.
Desde que estoy conmigo mismo, es tal la aglomeración de las que me rodean, que mi casa parece el consultorio de una quiromántica de moda. Hay personalidades en todas partes: en el vestíbulo, en el corredor, en la cocina, hasta en el W.C.
¡Imposible lograr un momento de tregua, de descanso! ¡Imposible saber cuál es la verdadera!
Aunque me veo forzado a convivir en la promiscuidad más absoluta con todas ellas, no me convenzo de que me pertenezcan.
¿Qué clase de contacto pueden tener conmigo –me pregunto-- todas estas personalidades inconfesables, que harían ruborizar a un carnicero? ¿Habré de permitir que se me identifique, por ejemplo, con este pederasta marchito que no tuvo ni el coraje de realizarse, o con este cretinoide cuya sonrisa es capaz de congelar una locomotora?
El hecho de que se hospeden en mi cuerpo es suficiente, sin embargo, para enfermarse de indignación. Ya que no puedo ignorar su existencia, quisiera obligarlas a que se oculten en los repliegues más profundos de mi cerebro. Pero son de una petulancia... de un de una falta de tacto...
Hasta las personalidades más insignificantes se dan unos aires de trasatlántico. Todas, sin ninguna clase de excepción, se consideran con derecho a manifestar un desprecio olímpico por las otras, y naturalmente, hay peleas, conflictos de toda especie, discusiones que no terminan nunca. En vez de con temporizar, ya que tienen que vivir juntas, ¡pues no señor!, coda una pretende imponer su voluntad, sin tomar en cuenta las opiniones y los gustos de las demás. Si alguna tiene una ocurrencia, que me hace reír a carcajadas, en el acto sale cualquier otra, proponiéndome un paseíto al cementerio. Ni bien aquella desea que me acueste con todas las mujeres de la ciudad, esta se empeña en demostrarme las ventajas de la abstinencia, y mientras una abuse de la noche y no me deja dormir hasta la madrugada, la otra me despierta con el amanecer y exige que me levante junta con las gallinas.
Mi vida resulta así una preñez de posibilidades que no se realizan nunca, una explosión de fuerzas encontradas que se entrechocan y se destruyen mutuamente. E1 hecho de tomar la menor determinación me cuesta un tal cúmulo de dificultades, antes de cometer el acto mas insignificante necesito poner tantas personalidades de acuerdo, que prefiero renunciar a cualquier cosa y es per a r que se extenúen discutiendo lo que han de hacer con mi persona, para tener, al menos, la satisfacción de mandarlas a todas juntas a la mierda.